viernes, 31 de agosto de 2012

Shankar, Mazzitelli & Alcatena

Es tentador comparar Shankar con Acero líquido. Ambos presentan una historia modelada en torno a un personaje con habilidades especiales, ambos son eminentemente fantásticos, ambos son sumamente extensos, ambos pueden llegar a ser abrumadores (pero no en un sentido digamos negativo -de cansancio o hastío acumulados, de abundancia de información que deviene en ruido-, sino, por el contrario, fascinando tanto al lector que el efecto es análogo al de un encandilamiento o una sobredosis de placer estético) y ambos hacen uso de una proliferación de sub-historias generalmente de corte mítico o mitológico. En coordinadas más gráficas, el estilo de Alcatena es -diríase- el mismo en los dos libros (como también en Dioses y demonios y en Nuggu y los cuatro): barroco, onírico, proliferante; a la vez, si pensamos en la parte más verbal, no hay mayor contraste entre ambos libros en lo referente a la cualidad minimalista y sugerente de las palabras de Mazzitelli.
¿Cuáles son las diferencias, entonces? Quizá una primera manera de pensarlas es partir de la actitud hacia lo mitológico o legendario; en Acero líquido el trasfondo era ante todo fantástico (en el sentido del fantasy, es decir un mundo diferente al nuestro, con sus propias reglas, y no en el de la llamada literatura fantástica, en el que se narran irrupciones en nuestro mundo de elementos inexplicables o cancelaciones de las reglas): se trataba de un mundo exótico (se sugiere, de hecho, que está instalado en un futuro remoto) en el que las referencias a los mitos funcionaban ante todo a nivel decorativo o a modo de sutiles sugerencias; en Shankar, en cambio, lo mitológico  -lo hasta diría enciclopédico en cuanto a los mitos- está en un primer plano.
Los sucesivos capítulos de la serie -historias casi cerradas en sí mismas- abordan universos mitícos que remiten claramente a una cultura en particular; así, la primera sección está incorporada al mundo de la mitología de la India, con su multitud de dioses y avatares; encontramos a Ganesh, a Krishna, a Vishnu y a Siva, entre otras referencias; todos están profundamente incorporados a la trama, además, trascendiendo una posible cualidad "decorativa" en favor de una implicación más profunda con lo narrado. Aquí, la apropiación de Alcatena del arte asociado al hinduísmo es sencillamente asombrosa; como ejemplo basta la viñeta circular de la página 51. Más adelante encontramos mitos (y estéticas visuales) de China, Japón (incluyendo a ¡Godzilla!), Escocia y Rusia, donde es invocada la infame Baba Yaga y su cabaña con patas de pollo (personaje del folklore ruso que aparece, entre otras obras, en "Cuadros en una exhibición", la serie de piezas para piano de Mussorgsky, versionada en 1971 por Emerson, Lake & Palmer).
Es interesante además la incorporación de elementos literarios, como el pirata Sandokán, y también cierto toque ucrónico, elementos que vuelven más compleja a la serie Shankar que a Acero líquido. Por ejemplo, una de las figuras históricas que aparecen en el libro es el general George Armstrong Custer, que murió -en nuestro mundo, claro- en la batalla de Little BigHorn (25-26 de junio de 1876, dentro de la llamada "gran guerra Sioux"); en el mundo de Shankar Custer no muere en esta batalla sino que sobrevive para convertirse en presidente de los Estados Unidos. También encontramos a un Rasputin que se convierte en zar y una premonición del mundo que seguirá a la primera explosión nuclear:
Vio un Japón diferente. Con sus fronteras abiertas al mundo. Enriquecido por el comercio, velozmente transformado en una potencia industrial. Y, en el Japón de su sueño, nacería una nueva casta guerrara. Más fuerte y belicosa que cualquier otra de la historia... que conquistaría el mundo, en lugar de ser invadido por él. Tempestad de fuego, bayonetas y pájaros metálico. Un Japón tan grande y poderoso como nadie imaginó (...) Dioses y demonios protegen este lugar de maravillas. En la frontera más extrema con lo inaudito. Monstruos y mitos. Nunca volverán a contarse historias así. Nunca volverán a suceder. Es el fin de una era. Después, la realidad seguirá el sueño de Hidetora. El emperador abandona Kioto para ir a Edo, que a su llegada se llamará Tokio. Asumirá el poder, abrirá las fronteras, dejará que todo suceda (...) En su última noche en Japón Shankar sueña. Y sueña. Es un sueño terrible, horroroso, alucinado, imposible. Ve el fututro. El que no llegó a ver Hidetora. Pero es tarde, ya no hay forma de detenerlo. (pp.180-183).

Las viñetas que van con las últimas oraciones muestran, precisamente, la explosión de una bomba atómica. El efecto de lectura de las imágenes (con Godzilla y una extraña tecnología que parece extrapolada del dieselpunk) en relación al texto es, sencillamente, estremecedor.
Otra diferencia entre Shankar y Acero líquido radica en que en esta última la trama avanzaba de un modo ante todo lineal, siguiendo la búsqueda de su personaje. En este primer volumen de Shankar, en cambio, abundan los flashbacks (muchos de ellos extensísimos) y las imprecisiones cronológicas. Shankar es un hombre de gran poder y recursos, el mayor guerrero que ha visto la humanidad, producto de un nacimiento tan portentoso que reyes y dioses reclaman su paternidad. En cierto modo, parte de este primer tomo se puede leer como la búsqueda (no necesariamente de Shankar sino del concebible narrador de sus historias) del origen, aunque contínuamente se apueste a establecer lo "múltiple" -como en los mitos, en cierto modo- de ese momento fundacional. No existe, entonces, un hilo conductor tan claro que vaya uniendo los sucesivos episodios; esto nos permite acceder al mundo de Shankar como si fuera un gran mapa: todos los territorios representados están allí, y podemos recorrerlos siguiendo periplos diversos, en oposición a una línea única que conduzca a la trama. Eso genera una sensación de vastedad y de riqueza que, unida al trabajo sobre las diferentes culturas y mitos, convierte a Shankar en una obra de un alcance fuera de serie.
Es fundamental releerla, de hecho; una sóla lectura -por más que pueda fascinar y atrapar- no puede ser suficiente. El estilo barroco de Alcatena, además, es paradojicamente tan fluido desde el punto de vista de la narración visual y secuencial que el lector se ve tentado a avanzar a toda velocidad, sin sumergirse en la riqueza gráfica de cada viñeta. Una (o varias) relecturas, entonces, permiten volver a ese mundo visual para aumentar aún más el deleite.
Dentro del rico catálogo de Belerofonte, los libros de Alcatena se cuentan entre los más brillantes, pero Shankar destaca incluso en la compañía de los excelentes trabajos de sus autores: no es sino una obviedad, entonces, calificarla de obra maestra.


jueves, 30 de agosto de 2012

El pasado, Diego Cortés & Agite

La historia parece sencilla: dos amigos (uno de ellos tratando de dejar atrás la reciente ruptura con una novia) salen de mochileros, sin un destino específico, para "respirar un poco fuera de la ciudad"; hacen dedo en la carretera y un camión los levanta. Sin embargo, el conductor, a altas horas de la noche, los despierta y les explica que deben bajarse, por una emergencia. A un lado de la carretera hay una estación de servicio, donde duermen hasta la mañana. Al despertar descubren que no muy lejos de donde están aparecen los perfiles de casas y postes de luz, que no habían visto la noche anterior. La estación está vacía, así que para desayunar no tienen más remedio que entrar al pueblo.
Lo primero que les llama la atención es que está desierto. Y después aparece un perro; curiosamente, se parece al que uno de los personajes tuvo en su infancia, muerto hace años. Se parece demasiado, de hecho; un rato después después aparece un hombre mayor, les pregunta por el perro y, un poco sorprendido, concluye "ustedes no son de acá, ¿verdad?" y les indica dónde pueden desayunar. A estas alturas de la trama el lector ya sospecha que hay algo especial en el pueblo, y evidentemente dejar la exposición de la trama por aquí fallaría en dar cuenta del centro conceptual de El pasado, de Diego Cortés y Agite; seguir, a la vez, vuelve inevitable colgar el cartelito de SPOILER ALERT.
Es interesante la construcción del concepto de "fuera de todo lo conocido", en particular "fuera de la ciudad" o incluso "fuera de sus vidas", en el sentido de dejar atrás las rutinas y lo que pudo ser el centro de las existencias de los personajes: sus casas, sus parejas, sus recuerdos. El propósito de los protagonistas es dejar todo en el pasado, entonces, y acceder a un espacio que no esté cargado de signos de aquello que ya no está: un espacio nuevo, si se quiere. Y la metáfora de "en el medio de la nada" (es decir, en una carretera desierta pasada la medianoche) funciona perfectamente en ese sentido: pero allí hay algo más, hay un pueblo. Quizá el pasado del que quisieron escapar todavía no terminó con ellos, como escuchamos en la inolvidable Magnolia, de Paul Thomas Anderson (cita que, además, funciona como acápite de prólogo a cargo de Luciano Sarasino); y lo que sucede es que el pueblo al que acceden contiene, de alguna manera, todo lo que ellos han perdido: el perro, el abuelo de uno de los personajes, la novia del otro. El libro, entonces, propone al lector la pregunta de qué hacer ante una situación así. ¿Quedarse en el pueblo, en el pasado? Obviamente aquí la lectura es doble: por un lado está el recurso a lo fantástico, digamos, la idea de un lugar "real" en el que el pasado regresa para nosotros -y, por otro lado, la lectura más "alegórica", si se quiere, la que señala que en tantas ocasiones de nustras vidas nos aferramos a ese pasado, a esas cosas o personas que no podemos -o que nos cuesta muchísimo- dejar pasar. Era, de hecho, uno de los temas recurrentes de Lost: to let go, dejar ir. La ficción de Cortés y Agite nos presenta esa alternativa: quedarse en el pasado que nos hace felices (pese a que en rigor está muerto -o, en la ficción, sólo existe dentro de las fronteras de un pueblo perdido) o seguir adelante, a lo que sea que nos espera. Y aquí, una vez más, funciona la metáfora visual de la carretera.
El guión de Cortés construye la historia sin fisuras. Se trata, podría señalarse, de una idea un poco trillada, pero no por ello el relato resulta menos efectivo y los juegos de sentido con el concepto de "pasado" (dejar cosas en el pasado, vivir en el pasado, "pasar" entendido como "seguir adelante", como cuando se "pasa" de algo, etc) ofrecen un espesor de significado más que atendible. Los diálogos (ante todo creíbles, fluidos), además, son un gran aporte a la solidez del libro, que se prolonga exactamente por lo que debe prolongarse, sin resultar ni demasiado breve o resumido ni, por el contrario, excesivamente largo para una historia que no requiere esa extensión. La parte gráfica, a cargo de Agite, funciona muy bien, si bien en algunos momentos da la sensación de que lo beneficiaría un poco más de trabajo. En cualquier caso, el sombreado con grises le da una personalidad bastante distintiva, y a lo largo de sus 57 páginas no son pocos los aciertos expresivos (la última viñeta de la página 52, por ejemplo, o la sombras crepusculares en la primera de la 48). De hecho, la aparente simpleza de la historia va de la mano con la (aparente también) simpleza del dibujo, generando un todo compacto y efectivo.


martes, 28 de agosto de 2012

40 cajones, Santullo & Jok

El capítulo siete de Dracula (Bram Stoker, 1897) incluye un artículo tomado del diario ficticio The dailygraph, en el que se cuenta de una extraña calma atmosférica seguida por una terrible tempestad y la aparición en la costa de un navío, el Demeter, tripulado por absolutamente nadie y cargando "a number of great boxes filled with mould" (aquí "mould" vale por moho o por cualquier organismo que crezca sobre la materia orgánica en descomposición; esto implica, entonces, que las cajas cargaban una sustancia que pudo alojar mould, tierra por ejemplo). También encuentran un cadáver -el del capitán del barco- atado al timón, y una bitácora, que se nos ofrece citada in extenso dentro del artículo, y traducida del ruso. En sus páginas se habla de un extraño que ha sido descubierto a bordo, de sucesivas muertes, del terror. En mi edición (Könemann, 1995), todo el artículo, bitácora incluida, ocupa apenas 11 páginas.
40 cajones, la novela gráfica de Rodolfo Santullo (guión) y Jok (arte) reconstruye esas 11 páginas. Quizá podría pensarse en un "nuevo" género, el de la "microadaptación", que se trabaja desde un capítulo o una sección de una obra determinada; aquí Santullo apenas "aporta" al relato imaginado por Stoker: hay, sí, un personaje diferenciado entre los marinos (el rumano Lepes -y este apellido es un guiño evidente a cierto empalador), hay una escena añadida en la que vemos a la tripulación combatiendo contra un destacamento de militares turcos, y, además, una pequeña trama que enmarca el relato de la bitácora, pero, en líneas generales, Santullo se mantiene extremadamente fiel a lo propuesto por el irlandés.
El desafío a la hora de escribir este guión, entonces, no es desdeñable. Quizá la historia parezca sencilla de contar, pero el problema evidente es que, más o menos, todos la conocemos. Partiendo de unas pocas páginas (la bitácora en sí apenas se prolonga unas 4 o 5 en Dracula) cuyo final es evidente (el barco llega vacío a la costa, por tanto todos se mueren) y cuyas consecuencias lo son más aún (el conde llega a Londres), además de más complejas y, a priori, más interesantes, había que crear una historia atrapante que se bastara a sí misma. Y Santullo lo logra a la perfección. Para lograrlo se vale de varios procedimientos discernibles, uno de ellos -el principal quizá- es incorporar una dimensión extra de misterio: es verdad, sabemos cómo termina todo, pero no de qué manera llegamos a ese final; el personaje "extra", precisamente (o las reacciones del lector a su presencia y sus acciones y palabras), es un eje de esa reestructuración del relato. Se nos dice que es rumano, y sabemos que Dracula también lo es; es taciturno, quizá incluso extraño, y parece dotado de una fuerza sobrehumana (esto es puesto en evidencia en otra de las escenas "extra", la del combate contra los turcos): todo mueve a sospechar. Quizá se trate del misterioso pasajero que algunos ven pasearse por la cubierta; su constante negación de los relatos de los marinos en tanto "supersticiones" o tonterías parece, además, apuntalar la idea de que Lepes quiere que no se hable de ciertas cosas, un gesto que, por supuesto, activa la paranoia del lector.
Otro "peligro" evidente es que lo narrado termine pareciendo "poca cosa"; para "ensanchar" entonces su historia, Santullo apela a remitir en varias ocasiones a Dracula, a la novela completa, por así decirlo. El gesto implica que de alguna manera la parte (este capítulo llevado al comic) incluya el todo (la novela), a la manera de los fractales, y Santullo lo logra con sutileza, incorporando la escena del carro y su extraño conductor (p.20), a las "hermanas" o "novias de Dracula" (p.29) y a un acercamiento al castillo del conde (pp.43-44), secuencia onírica que debe contarse entre lo mejor -lo más sugestivo, diría- del libro.
El arte de Jok es bellísimo y aporta una sensación de dramatismo y "movimiento" que se vuelve otro de los puntos fuertes del libro. El color, además, delicado, casi pálido y fantasmal, con una paleta cuidadosamente elegida, es el ideal para este libro. Y las viñetas en las que aparece el conde (especialmente en la página 41, pero también en la 47 y en la 39) son realmente espeluznantes.
En síntesis, un muy buen trabajo de un guionista sólido y cumplidor, en el que los obstáculos planteados por la naturaleza del proyecto son superados con soltura. Vale la pena tenerlo; no me animo a decir que está entre lo mejor de Santullo (se trata, además, de un trabajo un poco viejo, del 2007 tengo entendido), pero lo cierto es que aquí la narración fluye tan bien como en las mejores páginas de Cena con amigos, Dengue o Acto de guerra.


jueves, 23 de agosto de 2012

Cuando salí de La Habana, Frank Arbelo

Cuando salí de La Habana (Grupo Belerofonte, ExAbrupto, LocoRabia), de Frank Arbelo, es una variada compilación de relatos gráficos, algunos de ellos con guión y dibujos de Arbelo, otros guionados por Omar Giménez y Diana Pazos, más un buen número de adaptaciones o recreaciones historietísticas de textos de Enrique Ánderson Imbert, Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Max Aub, Nicolás Guillén, Carlos Drummond de Andrade, Pedro de Miguel, Henri Pierre Comi, Antonio Orlando Rodríguez y el documentalista boliviano Yarko Rhea Salazar. El nivel, como suele suceder con los compilados, es variado.
Para comenzar con uno de los puntos altos, una de las historietas incluídas al volumen, el set de variaciones sobre cuento hiperbreve "El dinosaurio", del guatemalteco Augusto Monterroso ("Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí"), es notoriamente una obra maestra de economía de medios y expresividad; puede leerse, en su versión a color, en el blog Historietas Reales; para esta edición se propone una versión en grises, que pierde el juego con los colores predominantes para cada variación pero mantiene, por supuesto, la tensa construcción variacional: cada página (cada variante) reconstruye el microcuento de Monterroso desde una clave visual (y narrativa) diferente: el dinosaurio, así, se vuelve metáfora de diversas situaciones o personajes enfrentadas o enfrentados por los protagonistas, abarcando una gama de posibilidades que, por acumulación, tiende a agotar la propuesta original de Monterroso. Así, en la primera el dinosaurio esta relativamente cerca de lo literal, en tanto se trata de una representación de un dinosaurio: un muñeco que forma parte de un móvil. La segunda trabaja una connotación posible del concepto de dinosaurio: algo grande (monstruoso) y desagradable, y lo presenta bajo la forma de un grano en la nariz de un adolescente; la tercera incorpora una dimensión política y representa al dinosaurio bajo la forma de Fidel Castro; la cuarta trabaja otra connotación del concepto de dinosaurio, la antiguedad, y nos muestra a un hombre muy viejo durmiendo al lado de una muchacha hermosa. La quinta abre todavía más el espacio de la metáfora de corte social: al mostrarnos el cartel de McDonald's podemos pensar que el monstruo representado es tanto la cadena de restaurantes "concreta" como una posibilidad más "conceptual", la del capitalismo agresivo y predador que connota el logo, regresando así una vez más a las connotaciones del concepto de dinosaurio. La sexta incorpora un monstruo más humano y concreto: el lector se siente tentado a reconstruir la historia del hombre que despierta y contempla a su torturador y quizá asesino; puede tratarse de un episodio en la sangrienta historia de las dictaduras recientes, quizá en particular las latinoamericanas, o puede tratarse de un ejemplo de brutalidad policial en "democracia": lo cierto es que las dos austeras viñetas de Arbelo abren la lectura a un universo posible de historias. La última variante, por último, tematiza a la representación artística: el dinosaurio, aquí, es el lienzo en blanco que mueve, conmueve y quizá paraliza al artista.
La secuencia, entonces, puede pensarse como una forma de progresión, una secuencia por tanto narrativa, que avanza en complejidad creciente desde un muñeco infantil hasta una visión del trabajo artístico. Cada variante se cierra sobre sí misma, claro, pero, encadenadas, traman la historia, la evolución de una idea. Como sucede en composiciones musicales como Las variaciones Goldberg, de J.S.Bach, o en las Variaciones Enigma, de Elgar, el juego formal trabaja sobre lo mismo y lo otro: cada variación es lo suficientemente diferente como para ser otra (esto se ve especialmente en la versión en color), pero, a la vez, es claramente la misma historia. La repetición modulada, además, trama otra narrativa, del mismo modo que el mencionado set de variaciones de Bach también puede escucharse como una vasta obra en sí misma, con episodios, secuencias y momentos de brillo individual. Este campo de relacionamiento entre la narrativa gráfica, la secuencialidad, el arte plástico y la música propuesto por Arbelo es, sencillamente, brillante. Aquí se cuenta lo mínimo indispensable (no en vano se eligió un cuento entendido como el más breve de la literatura latinoamericana) y, a la vez, se cuenta más de lo que podemos poner en palabras (curiosamente, en otros momentos del libro encontramos historias gráficas que cuentan menos que las palabras que incluyen). Como dice el prologuista Alejandro Farías, sólo esta historieta justifica la compra del libro.
Las historias guionadas por Arbelo, que aparecen en la primera sección del libro, pueden pensarse como un muestrario de lo mejor y lo peor del compilado; la que da título al volumen, que funciona como ilustración de un poema (o de un texto narrativo que, en virtud de su uso de la rima y el ritmo puede ser leído como un poema), si bien llama la atención desde la parte gráfica (entre otras cosas por hacer uso de un estilo que no es retomado en el resto del libro y que aporta por tanto a la variedad y riqueza de este último) no llega a configurarse como una historia valiosa en sí misma, aunque en rigor su brevedad le juega a favor y no opera el mismo tipo de desilusión que sí se puede encontrar en la historieta que le sigue, que parece poco más que una ilustración de una observación social de cliché o lugar común. "La visita" es más interesante, y también trabaja un estilo gráfico notoriamente diferente al de otras historias; opera en esta historieta otro procedimiento señalado por el prologuista, consistente en pensar la trama en función de su final; aquí Arbelo trabaja también sobre las palabras de uno de los personajes, modulando un tono cariñoso e íntimo hacia una acusación cuya fuerza estalla en la última viñeta, una excelente splash page. El mismo procedimiento es ensayado en "Otra mañana", quizá con menos efectividad, y en "Llueve otra vez", mi favorita de esta sección, que se abre melancólicamente hacia una apreciación del trabajo del artista y su a veces difícil lugar en el mundo. Otra historieta de esta sección es la brevísima "Rodando como una piedra", que opera en la región más "política" del libro con una excelente resolución.
Las cuatro historias que integran la sección de trabajos con dibujos de Arbelo y guión de Omar Giménez y Diana Pazos no son descollantes en el contexto del volumen ni tampoco sus momentos más flojos; apelan, también, al final sorpresivo, y se sirven de procedimientos de ciencia ficción y de literatura fantástica. Es posible que "La condena", con su sugestivo clima de soledad (con una buena simbiosis entre el texto y las imágenes), sea la mejor de las tres, aunque la brevedad de "Ramírez" aporta a la construcción de una historia intensa, con toques de ese humor absurdo que adoraban los surrealistas.
En la sección de adaptaciones de textos de Anderson Imbert el resultado es más desigual. La más larga de las historietas ("El ganador") es también la más satisfactoria, y debe contarse entre lo mejor del volumen; las dos que la preceden, sin embargo, parecen señalar ante todo la carencia de lo que hacía funcionar los cuentos del autor adaptado, es decir ante todo su entramado de palabras. Pasadas a imágenes dan la sensación de poca cosa, de que algo se está perdiendo; si bien ninguna de estas dos propuestas llega a naufragar, sí parecen abrir el campo para otros trabajos en los que, siguiendo las mismas pautas, el resultado es aún menos satisfactorio por las mismas razones. Es el caso de "Duermevela" (basado en un texto de Juan José Arreola) y "Receta casera" (aunque no del todo en "Rinoceronte", que quizá por su extensión y su mayor variedad narrativa funciona mejor).
La sección "Crímenes ejemplares", basada en textos de Max Aub, apela a la construcción de microrrelatos que pueden pensarse como variaciones de un hecho sangriento en el que cabe leer cierta carga de sarcasmo o cinismo. El decimotercero es quizá el mejor, pero en general se tiene la sensación de lo ofrecido es poco, que en algunos casos (el de la muñeca inflable o el de la mujer que arroja por el balcón a su marido por el mal aliento de este último) no se pasa de un chiste demasiado sencillo. Leídas una detrás de otra estas historias pueden exasperar y dar ganas de cerrar el libro o de, mejor, saltear; aquí difiero con el prologuista, que las considera un punto alto del volumen; en mi opinión, de hecho, esta sección está cerca del momento menos interesante de Cuando salí de La Habana.
La última sección ("Otras adaptaciones") incluye un relato delicioso y maravillosamente resuelto: "El ratón y el canario", basado en un texto del brasileño Drummond de Andrade. Se trata de una historia sencilla y entrañable, para la que Arbelo elige un estilo de ilustración que le va como anillo al dedo. A la vez, aparecen aquí otros de los momentos más flojos del libro: "El cosmonauta", que repite y ahonda las fallas de la historieta que da nombre al libro y no logra ser interesante en sí misma ni despegarse de la gravitación del poema de Guillén que la inspiró, del que se convierte en una ilustración demasiado literal y, por tanto, innecesaria; y "El último baile en Hammarkullen", que no parece decidirse a contar una historia. Funcionan mejor "Soledad" e "Historia del joven celoso", que deben contarse entre los trabajos más sólidos aquí incorporados, y también "Un tipo ahí", que acepta una lectura desde la preocupación de Arbelo por ofrecer relatos sobre el quehacer artístico.
En balance, Cuando salí de La Habana incorpora historietas brillantes y también piezas olvidables; al ser imposible eludir aquí la cuestión del gusto del lector, funciona lo que suele pasar con los compilados que no están pensados en torno a un único núcleo temático: habrá quien prefiera ciertas historietas frente a otras, habrá quien pierda la paciencia con el libro en algún momento (a mí me pasó con la serie basada en Max Aub) y, si persiste en la lectura, se reconcilie con Arbelo al recorrer otra de las historias recopiladas. En ese sentido, más allá de ofrecer algunas razones para apuntalar las preferencias individuales, no hay mucha discusión posible: el libro es rico porque es variado, y cabe que lo pensemos como un muestrario bastante completo de los poderes de su autor. Por tanto, siempre habrá una sección o historieta que "salve" al libro y otra que lo "condene"; en mi caso, las variaciones sobre "El dinosaurio" me parecieron tan brillantes que apenas me importó que frente a otras historietas no pudiese dejar de pensar en objeciones o, incluso, pasase la página en desinterés. Más allá de esto, quizá podría apuntarse que Arbelo funciona mejor cuando trabaja sobre tramas más amplias y sólidas, el tipo de historias que no apelan únicamente a su entramado verbal para funcionar. Las variaciones sobre "El dinosaurio" podrían pensarse, de todas formas, como un contraargumento -o como la proverbial "excepción que confirma la regla"-: eso, quizá, las hace brillar todavía más, en tanto se aparecen como un verdadero momento de genialidad.


jueves, 9 de agosto de 2012

Bernardina hacia la tormenta, Matías Castro & Daniel González

Ya he escrito en otras oportunidades sobre el aparente "boom" del comic histórico en Uruguay; si bien las comillas pueden llevar a pensar en términos de escala, es cierto que la temática histórica representa en este momento una tendencia especialmente fuerte dentro de la historieta local. Libros como Los últimos días del Graf Spee, La isla elefante, Acto de guerra, la serie Bandas Orientales, Valizas, Historiatas y Cardal son ejemplos claros de la fortuna del género histórico en el comic uruguayo, especialmente teniendo en cuenta su éxito más o menos general de crítica e incluso de público (por no mencionar el apoyo brindado por el estado desde los Fondos Concursables). En algún momento también intenté pensar alguna posible explicación para este fenómeno: quizá la relación de la historieta con las diversas formas de legitimación (ante todo como garantía o boost de visibilidad) haya terminado por generar un lugar en el que esa legitimación o validación opera tomando prestada cierta aura de "seriedad" (o interés del lector) al discurso histórico. En cualquier caso, 2011 o incluso 2012 han sido años ideales para proponer editorialmente historietas históricas, y Bernardina hacia la tormenta, de Matías Castro y Daniel González, aporta a la discusión sobre esas pautas de legitimación, sobre el lugar de lo histórico en las expectativas del público lector y sobre el balance historia/historieta -o historia/relato- en el comic histórico, algo que Rodolfo Santullo, en sus notas a Los últimos días del Graf Spee (novela que, por varias razones, impulsó el éxito del comic histórico local) convirtió en un problema de fidelidad a la historia o fidelidad a la historieta.
Para empezar, Bernardina... incluye -yendo en este sentido más allá de La isla elefante- un extenso apéndice donde el guionista Matías Castro ofrece un relato de su relacionamiento con la historia a la hora de escribir el guión. Se nos habla del por qué de ciertas decisiones, se mencionan fuentes bibliográficas y se aporta, además, un marco interpretativo, una línea de lectura del libro o una suerte de explicación de lo que un relato de la Redota sigue ofreciéndonos a los uruguayos, que hemos visto una sucesión de éxodos desde entonces, el último de ellos motivado por la crisis del 2002, como argumenta Castro en su apéndice. Hay algo, sin embargo, de justificación, de búsqueda evidente de esa legitimación o "respetabilidad"; una de las cosas que termina impresionando del libro (un poco gracias a esa desnudez del apéndice) es la importante investigación llevada a cabo por el guionista. Los lectores invariablemente deberán considerar "serio" a un trabajo de ese género, y  Bernardina... sin duda lo es. Aquí Castro opera dentro de las pautas de exigencia y minuciosidad de sus trabajos anteriores de investigación periodística: libros como Las dos muertes de Dionisio Díaz y Casacuriosos, trabajos que, más allá de sus evidentes diferencias, se estructuran en torno a un trabajo de investigación y divulgación. En ese sentido, insisto, el trabajo de Castro es irreprochable; el fallo de Bernardina..., sin embargo, es otro, u otros.
Para empezar, es fácil detectar ciertas desprolijidades en el guión, como la tendencia a que el narrador repita redundantemente lo que nos muestra la imagen en la viñeta. Por ejemplo, en la página 42, la tercera viñeta lleva la narración "Viriato mira a Ezequiel y le habla de Melitón. Ezequiel le presta mucha atención", y la ilustración muestra precisamente eso; la expresión facial del personaje en la viñeta siguiente, incluso, funciona perfectamente como indicador de esa atención recalcada por el narrador. En ese mismo episodio (de hecho en la página siguiente), se lee desde la narración que "Viriato y Ezequiel se sientan sobre un par de piedras grandes que están junto a Don Melitón", y la viñeta representa precisamente a Viriato y Ezequiel sentados sobre un par de piedras grandes que están junto a Don Melitón. Esa narración, por supuesto, era innecesaria, y su inclusión redudante, cabría argumentar, entorpece la lectura.
También lo hacen las abundantes llamadas a pie de página (o pie de viñeta en algunos casos), que en un par de ocasiones, además, son casi ilegibles, probablemente por un descuido a la hora de diagramar las páginas (y en mi opinión habrían resultado mucho más cómodas en un glosario ubicado en las últimas páginas del libro). Funcionan en general como aclaración de términos o expresiones de la época, pero no sólo en algunos casos son innecesarias (no soy para nada conocedor del español de la Banda Oriental a principios del siglo XX, pero en la gran mayoría de los casos me resultó fácil entender los términos y expresiones por el contexto), o decorativas, sino que subrayan de alguna manera una pretensión didáctica del libro (o, mejor dicho, a la compulsión del libro por "ser entendido", por generar una comprensión desde el lector de esas marcas tan visibles de lo histórico), que termina asociada a su apéndice en un desplazamiento del relato a un lugar de menor importancia. Y ese, quizá, sea el mayor defecto de Bernardina...; los hechos se nos ofrecen como relevantes e interesantes en tanto son parte de una narración histórica consagrada por la historia y la construcción de la nacionalidad "oficiales" (o, mejor, la construcción de esos hechos desde la mirada de la gente que marchó con Artigas); en sí mismos sólo tenemos una tormenta fuerte, el paso de unos ríos y un par de acontecimientos que podrían haber resultado más interesantes pero que carecen de mayores consecuencias narrativas. La aparición de dos saqueadores o bandoleros -al comienzo de la segunda parte del libro-, por ejemplo, podría haber generado situaciones de tensión narrativa, desafíos a los protagonistas o incluso peligros; nada de eso sucede, porque la reaparición de esos dos saqueadores -al principio de la tercera parte- los muestra detenidos y a punto de ser fusilados. Del mismo modo, la visita de Viriato y Ezequiel a Don Melitón parece sugerir un eventual episodio en que Ezequiel deba apelar al conocimiento que le transmite el sanador a lo largo de al menos dos páginas, cosa que después no sucede (de hecho, en el apéndice el propio Castro reconoce que ese episodio es una "digresión"). No estoy implicando que necesariamente todos los episodios deban tener consecuencias narrativas claramente legibles: simpemente apunto a que en Bernardina... los acontecimientos están presentados como pequeñas anécdotas más o menos aisladas en tanto su vínculo es el movimiento por el territorio (cabría argumentar que eso es lo que puede esperarse de una narrativa sobre el Éxodo, pero no por ello se la vuelve más interesante, especialmente teniendo en cuenta las 80 páginas de la novela gráfica, que para el contexto de la historieta local no es poco) y poco más.
Podría pensarse en el proceso de "maduración" de Ezequiel, niño expuesto a penurias y al conocimiento trasmitido por sus mayores, entre ellos el prudente Viriato, pero no hay un trabajo realmente notorio en el tratamiento de este personaje, no hay un cambio visible entre su primera aparición y la última (ambas jugando, de hecho). Atendiendo a los otros personajes, además (los más delineados, es decir Viriato y Bernardina), parecería que el éxodo no los cambia, no hace mella en ellos más allá de imponerles un momento dificil y trabajoso.
En cualquier caso, los acontecimientos narrados (esos momentos difíciles y trabajosos, digamos) no terminan siendo percibidos más que como cuentas en un collar, en lugar de momentos de diverso relieve estructural un relato más amplio. Es posible que ese haya sido el propósito del guionista, por supuesto, pero en tal caso también cabría señalar que algunos de los acontecimientos -con la excepción de la tormenta-, no terminan más que diciéndole al lector lo que ya sabe o imagina: que no debe ser fácil atravesar un rio en carreta, que el Éxodo estuvo lleno de penurias, etc. Terminada la parte gráfica del libro queda la sensación de poca cosa, lamentablemente. Y el apéndice hace pensar que a Castro le importó más investigar en una serie de libros de historia (y presentar al lector las "pruebas" de ese interés y ese trabajo) que armar un relato interesante en sí mismo, independiente de lo que el lector ya sabe de los hechos del momento histórico representado. El interés de Bernardina..., entonces, (más allá del arte de Daniel González, que alcanza momentos de gran esplendor, por ejemplo a lo largo de la secuencia de la tormenta, que es claramente la mejor del libro) parece existir sólo de un modo inseparable a su condición de relato histórico. Es verdad que quizá no otra cosa pretendió Matías Castro, pero también es fácil pensar que oportunidades de armar un relato interesante en sí mismo fueron desperdiciadas o dejadas de lado.
Y esto nos lleva a preguntarnos qué busca el lector de comic histórico en Uruguay, ¿una simple "ilustración" de hechos que ya conoce más o menos bien? ¿Un rescate -en historieta- de asuntos más o menos dejados de lado por los grandes relatos (como sucede en Historiatas)? ¿Una narrativa interesante más allá de sus vínculos a la historia (como en Los últimos días del Graf Spee)? ¿Una fusión equilibrada de lo histórico y lo historietístico (como en La isla elefante)? Lo que sí es fácil responder es que la oferta es variada y que todas esas posibles demandas están satisfechas por algún libro, incluyendo Bernardina hacia la tormenta.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Cinema Panopticum, Thomas Ott

El esplendor visual de Cinema Panopticum (Thomas Ott, 2005) habla por sí mismo. Y no es un chiste tonto motivado por la ausencia de palabras en el libro: es una constatación de la maestría de Ott como artista visual. Los grabados de Cinema Panopticum configuran un mundo pesadillesco, que por momentos parece tomado de una película expresionista alemana; la narración, además, es impecable: El impulso de pasar página tras página a toda velocidad parece una tentación irresitible dado el ritmo impuesto por Ott a su trabajo, pero, por supuesto, la calidad de su arte invita a precisamente lo contrario, a detenerse para contemplar. No es, por supuesto, un libro para leer, aunque parezca una obviedad decirlo; es un libro para mirar, para perderse en sus contrastes, en sus detalles. La ciudad en la página 87 de la edición de La Cúpula, el profeta de la página 94 y la monstruosa cucaracha de la página 40 son excelentes ejemplos de imágenes hipnóticas, agujeros negros de las miradas. Porque, en última instancia, de eso trata (o en base a eso puede tramarse una lectura posible de Cinema Panopticum) el libro: una niña que mira imágenes animadas y silentes en una feria/un lector que mira a la niña mirando imágenes.
Cada historia -una por capítulo- lleva a la protagonista a una pesadilla diferente, y el lugar desde el que se ven o se miran todos esos mundos o todas las historias es el "panóptico" invocado por el título, que, curiosamente, es también la atracción más barata de la feria, la única a la que puede acceder la niña con la moneda que encuentra. Ella podrá ver esos mundos y, finalmente verá algo más, una pesadilla que se muerde la cola.
Entendidos como segmentos de una historia minuciosa y perfectamente limitada, que juega con la idea de la mirada y lo mirado, con la representación y el silencio (porque en última instancia el terror final, por obvio que pueda parecer, no es más que el de una hipótesis de lectura), los capítulos de Cinema Panopticum funcionan a la perfección: tomados como historias individuales fallan casi todos. Quizá eso pueda convertirse, según cómo se lo lea (o se lo mire), en un punto debil del libro de Ott: en su conjunto funciona a las mil maravillas, pero cada una de las historias contadas -dejando de lado su excepcional tratamiento gráfico- no impresiona como gran cosa. Son narraciones de efecto, de final sorpresivo (el libro, en cierto modo, también lo es), más o menos ingeniosas. Quizá la mejor -en tanto historia- sea la primera; quizá la más efectiva -en tanto germen de lecturas posibles- sea la tercera, pero, por supuesto, la invitación que nos hace Ott es a leerlas todas como partes de un todo que repite -a su propia escala- la estructura de sus partes. Eso, en última instancia, es otro juego óptico, un trabajo de ampliación, de proyección: Ott nos habla de cómo vemos las historias y como vemos la historia en la que se ensamblan; narra desde la mirada y sobre la mirada. En ese sentido (insisto: y en el "meramente" visual), Cinema Panopticum es una obra maestra.